El proyecto pretende integrarse como una geoda en la trama.
No puede competir en volumetría con sus vecinos, pero sí sobrepasarles en clase (la contención y no hablar más de lo que toca son condición). Brillará bajo nuestro omnipresente sol de Canarias desde su rotundidad (la geometría tiene siempre algo de luminoso). El edificio propone concentrar los accesos en uno de sus lados, uniendo ambas calles con un pasaje público que salva el desnivel entre ambas, mientras la medianera se transforma en un jardín vegetal. En el espacio cubierto destinado a los accesos una luz de acuario lo inundará todo, mientras los peces locales nos sobrenadan (si los pájaros sobrevuelan), peces que representarán la fauna marina de la isla en toda su biodiversidad, chernes, sargos, lisas, peje verdes y corvinas. Del otro lado, paneles de aluminio extrusionado filtrarán la luz por orificios, como si se tratase de las burbujas de esos mismos peces. El edificio, así, deviene símbolo. Cumplir el programa y responder a las necesidades, es como el valor al soldado, que se le supone. El sótano destinado a archivos, la planta baja a museo, la primera a exposiciones temporales y la segunda (más baja en altura) a usos administrativos, parecen encajar dentro de una lógica de funcionamiento. El edificio se reencuentra con el cielo en la cubierta y un hueco en la fachada nos permite contemplar el mar en toda su amplitud, desde la terraza del bar, al aire libre. El futuro es un ansia de horizontes. El edificio no tiene parking propio para no favorecer el uso del coche, ni agota la edificabilidad en su parte trasera (prefiere integrarse con discreción). No es más rico el que más tiene sino el que menos necesita. El edificio pretende ser un ejercicio de coherencia formal.
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