Si nos atenemos al diccionario, celosía sería un enrejado de madera o metálico a través del cual se puede ver sin ser visto. Y si aceptamos la disolución del concepto clásico de fachada (la fachada entendida como serie de huecos practicados en un muro) nada habría más moderno que la celosía. La celosía, en su condición de doble piel superpuesta, ayuda a disolver el cerramiento y transfiere a la piel valores que antes desempeñaron la estructura o la composición. Al margen de que reconocer la fachada como una superposición de capas permite una multiplicidad de lecturas muy en la línea de cuanto predicaran, también en su día, los heroicos pioneros de la modernidad. La celosía enriquece la textura de las fachadas, como un cuadro o una laca japonesa se enriquecen, pincelada a pincelada; como la cebolla crece, añadiendo una piel sobre otra, o los troncos de madera, anillo a anillo, cada año. Y el aspecto táctil de los materiales, es también valor de la modernidad, un valor que ya la pintura investigó en los cincuenta y que, hoy, de otra manera, continúa vivo en algunas maneras de entender la arquitectura.
Sin embargo, y al mismo tiempo, nada hay más tradicional que la celosía. La celosía está en la cárcel y en el convento, en las arpilleras del castillo y en los palacios de los zocos árabes. Tras ellas se ocultan, a voluntad o a contrapelo, el reo y la oración del monje, tras ellas se defiende la seguridad del soldado o la castidad de una mujer que no puede salir a la calle, sino es cubierta de velos -¿será el velo cierta tipología de celosía andante?-. La celosía está en las porticones azules entreabiertos de las casas de la Provenza y en los visillos de Flandes, en los soportales de Santiago y en las solanas de nuestras viejas masías catalanas, en las calles entoldadas de Sevilla en verano y en los porches de tantas ciudades italianas del Medioevo. El sol, filtrándose entre las copas de los árboles, repite efectos similares al de la celosía. Quizás, bien mirado, no haya mejor celosía que un enramado de vides, cargado de uva, en la época de la vendimia.
La celosía hace un encendido elogio de la sombra, como sutil mecanismo de realzar la luz. Porque, en el fondo, la luz es lo único que nos queda. Los arquitectos construimos espacios para que los habite la luz. Alguien dijo un día que la arquitectura era « el juego sabio y magnífico de volúmenes bajo la luz ». Y luz, más luz es cuanto Goethe pidió al morir. Porque morir es, simplemente, no ver ya la luz. Jemaa El-Fna… Quizás, la plaza más fascinante del mundo.
Del prólogo del libro. Ediciones en Español /inglés, Francés / Inglés y Alemán / Inglés.
El libro recoge 60 años de vida de Llambi, el mayor especialista en lamas, trabajando con algunos de los más prestigiosos arquitectos, con todo tipo de materiales.

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